Josefina Piquet Ibáñez nació el 24 de noviembre de 1934 en Barcelona. Los hombres de la familia eran albañiles. Josep, su padre, era militante de la CNT. Trabajaba como cuidador de caballos en un palacete del barrio de Sarrià y Concha, la madre, era empleada doméstica en la misma casa, así que Josefina, que entonces tenía dos años, jugaba todo el día en los jardines. En un principio el palacete fue propiedad de la familia Girona y posteriormente pasó a manos de Eduardo Conde, época en la que los Piquet Ibañez fueron contratados. En la actualidad, el edificio es el Centro Cívico Casal de Sarrià. La propiedad tiene un parque muy grande que está dividido en dos grandes jardines: Vila Sicilia y Vila Amèlia.
Al estallar la guerra, el 18 de julio de 1936, la familia Piquet Ibáñez se traslada a vivir con los abuelos. El padre tenía la costumbre de acudir con Josefina al Centro Obrero, y siempre la llevaba con uniforme de miliciana, aunque el resto del tiempo la vestían como Shirley Temple. Poco tiempo después, esos paseos se acabaron porque todos los hombres de la casa se fueron al frente de Aragón, ya que pertenecían a la División Durruti. Josefina sintió que su padre la había abandonado, pues nadie le explicó qué era lo que estaba pasando, quizá porque sólo tenía dos años.
En una conferencia realizada en Barcelona contaba…
“… a partir del 18 de julio de 1936 me convertí en una niña triste, que no entendía nada de lo que pasaba. Una guerra me robó la infancia y me haría perder todo lo que tenía: mi casa, parte de mi familia y, sobre todo, hasta hace pocos años, mi autoestima”1.
Durante la guerra la familia de Josefina pasó mucha hambre, como todos los que vivían en las ciudades. La tía y la madre de la niña viajaban a Tarragona a buscar algo de comer. A la entrada de Barcelona había unos puestos de registro en donde la gente debía dejar todo lo que llevaba. Estas dos mujeres se las ingeniaron para poner un doble fondo en sus faldas en donde esconder la comida, como las avellanas o las almendras. Cuando llegaban a casa deshacían el hilván que habían puesto a las faldas y los frutos secos caían al suelo. La pequeña se divertía recogiendo la comida.
Cuando comenzaron a bombardear Barcelona, empezaron también las sirenas para avisar a la población del peligro inminente. A Josefina la envolvían en una manta y se iban al campo de Sarrià. Si no alcanzaban a salir de casa, a la niña la ponían en un rincón y le echaban un colchón encima. La sensación de ahogo y el miedo los recordó toda su vida, a pesar de su corta edad.
Cuando llegaron las noticias de que la guerra se estaba perdiendo, la abuela decidió que la familia debía trasladarse a los refugios que había en la estación del metro de Sant Gervasi. Se llevaron un par de colchones y una silla. Llegaron a la estación y se instalaron en donde pudieron. Había muchísima gente y cuando sonaban las sirenas, llegaban más personas a refugiarse. La familia estuvo unos cuantos días ahí. Bernabé, el abuelo, había decidido quedarse en el hogar porque se negaba a vivir bajo tierra, además así podía cuidar la casa, a pesar del peligro. Gracias a eso, Miguel, tío de Josefina, que por entonces tenía 12 años, recorría todos los días el trayecto de la estación de metro a la casa a buscar una olla de comida que preparaba el abuelo. La comida consistía en un caldo en el cual flotaban algunas lentejas, pero era la única comida que la familia hacía al día. Miguel no podía resistir la tentación de sacar un poco de ese caldo que se debía repartir entre todos.
Josefina cuenta que recuerda muy bien esa escena a pesar de su corta edad. Todos lloraban porque sabían que la despedida era para siempre. A la abuela no volvió a verla, ya que murió cuando ellos estaban exiliados.
Los tres fueron a casa a buscar lo imprescindible: un pequeño paquete y una manta. Después subieron a un camión que los llevaría a Figueres. El padre de Josefina decidió volver al frente. Le dijo a Concha que lo esperaran ahí, ya que volvería por ellas, pero le pidió que, si los franquistas llegaban a la frontera, cruzaran a Francia sin él. Se reunirían en algún momento. Ahí estuvieron madre e hija un tiempo hasta que empezaron los bombardeos en Figueres. La madre de Josefina no tenía noticias de su marido, por lo tanto, no sabía si estaba vivo o muerto.
Figueres era el paso fronterizo más utilizado, así que, a medida que se iba perdiendo terreno en el frente, llegaban cientos de personas de todas partes de España huyendo de las tropas golpistas. Cuando sonaban las sirenas avisando de un bombardeo, iban siempre al mismo refugio. Un día llegaron un poco más tarde, así que fue imposible ingresar debido a la cantidad de gente que se amontonaba en la entrada. Corrieron a refugiarse en una casa cercana. Encontraron un patio interior en donde esconderse y estar protegidos. También estaba lleno. El bombardeo ese día fue especialmente duro, una bomba cayó en la construcción de al lado derrumbando la casa que los protegía. Debido a la onda expansiva, Josefina salió despedida y cayó a un agujero e inmediatamente se desplomó una puerta sobre el mismo, la puerta logró protegerla de los cascotes que cayeron después. La niña no podía respirar ni tampoco tragar saliva, y tenía un fuerte ardor en los ojos, ya que el polvo invadía todo el espacio. Escuchó gritos y gente quejarse, eran los heridos que también estaban atrapados bajo los escombros. Unos hombres lograron levantar los trozos de cemento y la puerta, así que pudieron rescatarla.
Lo que la niña vio al salir quedaría en su memoria para siempre… sólo quedó una pared en pie de todo lo que había sido la casa, la atmósfera enrarecida por el polvo y los hombres que la rescataron envueltos en una capa blanca, que ella pensó que era harina. Parecían los panaderos de su barrio de Sarrià, contaría ya siendo adulta. Comenzaron a buscar a la madre de Josefina. Había personas tiradas en el suelo, unos gemían, otros estaban gravemente heridos y también hallaron algunos muertos. Por fin encontraron a Concha en el suelo del patio. Tenía el pelo blanco por el polvo y la cara llena de sangre, que en realidad no era una herida de consideración. La pequeña quedó tan traumatizada que dejó de hablar.
Concha llevó a su hija al hospital porque estaba paralizada por terror que le había producido lo vivido en ese momento, pero era tal la cantidad de heridos que había, que decidió alejarse de ahí. Al pasar un camión, Josefina vio muchos pies muy ordenados, y a su corta edad, pensó que era curioso que estuvieran tan bien colocados… no se dio cuenta de que estaban muertos. Comenzaron los bombardeos de nuevo así que Concha decidió que era el momento de cruzar la frontera.
A principios de febrero comenzaron el largo camino al exilio. La cantidad de gente que caminaba por la carretera era impresionante. Cruzaron a pie los Pirineos, en uno de los inviernos más crudos que ha habido en España. Había tres rutas más o menos establecidas para acceder a la frontera, ellas fueron por Vajol. Durmieron a la intemperie cobijadas únicamente con la manta que llevaban. Algunas personas encendían pequeñas hogueras para calentarse.
Las acompañaban dos soldados que encontraron en el hospital de Figueres. Josefina recuerda que uno de ellos la protegió con su cuerpo cuando salieron del hospital y comenzaron los bombardeos. El camino fue muy duro y la pequeña se cansaba con facilidad, así que de vez en cuando su madre se la subía a la espalda y avanzaba un poco con ella a cuestas. Detrás venían ríos de gente que hacían el mismo camino que ellas. Cuando Concha veía a algún soldado huyendo, le preguntaba si conocía a su marido, Josep Piquet. Nadie le daba noticias de él. Aquella ruta era atacada continuamente por aviones alemanes, que perseguían y ametrallaban a la población que huía de las tropas golpistas. Durante los bombardeos se producía una estampida y la gente corría para salir del camino. Desgraciadamente muchos quedaban malheridos y otros morían ahí mismo. Debido a esto, varios niños siguieron el viaje solos, porque perdían a sus familiares. Concha apretaba la mano de su hija con una fuerza que casi le provocaba dolor a la pequeña, pero era la única forma de no perderla.
Josefina sólo hablaba para decir que estaba cansada, tenía miedo o hambre, el resto del tiempo permanecía en absoluto silencio. En un momento la niña dijo que tenía hambre y uno de los soldados se ofreció para ir a buscar comida a una masía que había relativamente cerca.
El soldado se marchó, comenzó otro ataque con metralletas y todo el mundo se escondió. Aquel soldado no regresaba, así que su compañero fue a buscarlo. Lo encontró muerto a causa de los disparos de los aviones alemanes. Josefina pensó que era culpa de ella la muerte de aquel soldado, ya que había ido a buscarle comida. Nunca más se quejó de tener hambre, frío o miedo… “Para decirlo de una manera poética aquella niña tan feliz se había perdido por los caminos de la guerra y del exilio”4.
1 “La nena del 36. Un silenci convertit en paraula ». Josefina Piquet, coordinadora de l’associació Les Dones del 36 (2007). L’Ordit, págs. 86-98 (transcripción de una conferencia publicada en la revista, sin fecha). https://raco.cat/index.php/Ordit/article/view/234323/316558. p. 86.
2 Museu d’Història de Catalunya. Consell dels savis. Entrevista a Josefina Piquet. 2012.
3 “La nena del 36. Un silenci convertit en paraula ». Josefina Piquet, coordinadora de l’associació Les Dones del 36 (2007). L’Ordit, págs. 86-98 (transcripción de una conferencia publicada en la revista, sin fecha). https://raco.cat/index.php/Ordit/article/view/234323/316558. p. 88.
4 “La nena del 36. Un silenci convertit en paraula ». Josefina Piquet, coordinadora de l’associació Les Dones del 36 (2007). L’Ordit, págs. 86-98 (transcripción de una conferencia publicada en la revista, sin fecha). https://raco.cat/index.php/Ordit/article/view/234323/316558. p. 91.